«Benditos sean los olvidadizos pues superan incluso sus propios
errores» Nietzsche
“La fotografía es, ante todo, fuente que incorpora el pasado en el
presente, un instrumento de la memoria tan recurrente y
atractivo que nos permite recordar todos aquellos fragmentos de la vida y del
mundo con la participación de la mirada”.
Susan Sontag
Una de mis principales fuentes de
angustia son las fotografías. De repente aparecen imágenes impresas (cuando era
lo material la praxis de recolección de momentos familiares agradables) que me
colocan como una niña de dos, cuatro o más años. Las primeras fotos son de dos
años. Alguna vez tuve una especie de reclamo por no tener de recién nacida,
pero comprendí que era la segunda hija, y que cambian las cosas para registro.
Tengo fotos de los concursos del kinder, de las escoltas, de las fiestas de
cumpleaños. Ahí estoy y sé que soy yo.
La angustia más fuerte es cuando salgo en colectivo, cuando veo a mi abuelita,
a todos los desaparecidos. Sé que estuve ahí, posiblemente hay recuerdos que hubiera
contenido: no recuerdo. Es como un desapego terrible, una dimensión realmente
desconocida dentro de lo terrenal.
Veo una piñata casi destruida y
posando al lado. Veo un vestido que recuerdo, eso sí, que me picaba. Veo a mi
abuelita al lado, mi walkman y mi perrito de entonces. Mis recuerdos se
revisten de sentido si alguien vivo ahora, me nutre aún con su voz y puedo
preguntarle de aquella escena. Ellos son quienes me orientan del pasado, de esa
participación, sola no puedo. Es un fracaso, porque ni siquiera hablo de edades
muy tempranas. Aún recuerdo con exactitud mi caída a los tres años, recuerdo el hospital y el agua de
melón que aún ahora alucino. Recuerdo mi muñequita de Rosita fresita al salir
de consulta (tenía tres años, confirmo) y mi pijama de tortugas. Creo que el
problema viene después.
Hay un vacío.
Lo que sí sé es lo que sentía,
pero todo es difuso y me atormenta.
Saben quienes me conocen de lo
tanto que me quejo de mi mala memoria. De las espirales de pensamiento aisladas
(a primera vista) cuando hablo. ¿Cómo es que puedo dar clase? Cada mes cambio
de temas de curso porque siempre hay algo que me agrada más y al siguiente
curso hago lo mismo, y veo los exámenes pasados y no recuerdo por qué había hecho
tales modificaciones.
Los recuerdos
Hay una especie de sentencia de
vivir lo presente, y aunque suene una oferta muy ad hoc al mundo, me arrepiento
de no guardar imágenes del pasado. También, agradezco no tener tan fantástica
memoria para guardar rencor y ahora sé por qué: el rencor deviene de una
memoria emocional. Mi mala nemotecnia es también una manera de sobrevivir.
Por fortuna, no he logrado
tropezar con las mismas cosas, porque el empirismo tiene, ése sí, un
conocimiento muy natural. Mi cabeza sufre por no citar, por no recordar la estrofa
perfectamente de aquel poema que me marcó. Sólo sé lo que sentí, no sirvo para
hacer una clase magistral porque las asociaciones vienen de muchas fuentes
alternativas. Admiro a mis alumnos y a quienes me escuchan de tratar de hilar
mis estructuras. ¿Qué dirán de mí? –Ah, te toca Rosuka, se le va la onda-.
La única forma que tengo de
engancharme a la realidad es a través del método. Quizá la lógica forzada sea
mi salvavidas. Esto, desde otro punto de vista pudiera sonar frío, pero
solicito comprensión.
A los 18 años me empezaron a
medicar de una manera tan fuerte que apenas la capacidad de pensamiento en eso
de la memoria empezó a claudicar. El presente es lo que tengo, y no lo digo
como para libro de autoayuda, lo digo porque sé que quizá mañana pregunte si
eso había dicho yo. Quince años de clonazepam, tafil, valproato, levetiracetam
han mermado. Yo lo sé, he investigado lo suficiente y estoy por buscar a nuevo
neurólogo que me ayude con estos vértigos cada vez más profundos e inusitados.
Tengo cierta tristeza por ello. Al mismo tiempo, tengo que aprovechar
escribiendo porque luego, cuando leo lo de hace un par de meses, no me creo que
sea yo. No lo creo.
Después de esa película, esa de Eternal Sunshine of the Spotless Mind,
me identifico en la necesidad del rescate, del
derecho de recordar aquello que nos ha hecho felices. De aceptarnos como
recuerdos potenciales, y sí, el mismo derecho de ser un recuerdo potencial.
La invitación es a ser una imagen
que tenga en la memoria, aún por lo afectada que me ha dejado. Más de una vez he
visto exalumnos y pienso en algo que sentía cuando hablaba con ellos. Más de una vez deseo que el
recuerdo de un ser se tatúe para siempre. Hay quienes tienen ese espacio de
manera directa (la familia, por ejemplo), y hay otros que se guardan en
fotografías que me dicen lo que viví. Yo estaba ahí.
Alguna vez vi fotos con algunas
parejas que tuve en su momento, por fortuna eran de momentos adecuados, nada
desequilibrados. Nadie se toma fotos en crisis. Las fotos son para momentos “memorables”,
como dicen.
El estrés y el exceso de presente
¿Qué es si no el tratar de
recordar paso por paso algo, sin solucionar nada, el estrés? Aún a sabiendas de
esto, uno continúa yéndose a dormir pensando en lo mismo para nada. Es la
incapacidad del disfrute del ocio, del tiempo no perdido, si no camino para
solucionar. Distracción que alumbra ideas.
La magia de volver a vivir
Me muero de risa de los mismos
chistes, mi amargura se limita a lo cínico -al sarcasmo- pero nunca a la
simpleza. Trato de recordar lo bello y vivirlo y sobrevivirlo, porque eso no
causa malestar físico. Abrazo a los seres que se dan, que no están nutridos
(¿nutridos?) de sus demonios, pero que sí los reconocen y trabajan.
Miro a mi sobrina que abre sus
ojos con las simples cosas del día, con el crecer de la planta, con los
animales que reconoce. Eso es magia y es lo único por lo que desería tener un
hijo: para descubrir finalmente el principio de todo.
La necesidad del rescate
Exceso de futuro es la ansiedad,
dicen. Yo quiero rescatar momentos pasados, como esas tiendas de antigüedades,
de objetos-historia. La intensidad de una injusticia hallándole alguna
vertiente para trabajar en soluciones. Necesito sensores que me recuerden a
cada momento lo importante, quizá como un programa de “recordarás esto”. Hace
poco veía mi historial de materias cursadas y supe que todo lo que sé debe
venir de ahí. El cerebro se empeña en recordar lo traumático como simple
mecanismo de defensa, es comprensible, pero no como modus vivendi si no como
modus operandi (cosa que no entiendo de no saludar a quienes han sido parte de
tu vida, dios, no hay espacio para rencores).
Alcanzar a ser recuerdo de
alguien
Si bajo los términos expuestos
uno alcanzara a ser un recuerdo lindo, qué más se podría una colocar como meta,
si de algo sirve la existencia. Las palabras, las acciones absurdas, el blanco
de los salones de clase, la ida establecida como necesidad de aterrizaje. Nos
hemos de ir, y aunque se pueda recriminar las alusiones a la muerte en uno que
otro momento del día, es con el objetivo de vivir, ¿qué nos queda? Arriesgarse
a ser recuerdo. Seamos de esos recuerdos, seamos.
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