Estuve buscando y no hallé aquella nota. No la hallé
escrita, pero la guardo en mi memoria, que para eso no es tan fallida. Son los
sueños los que se quedan atorados, que ocupan en no salir de la papelera.
Cada que sucede una ausencia, hay un tronido en mi cuerpo,
en mi cabeza. Hay lágrimas atoradas en el sufrimiento visto en las salas de
velación, en los sollozos resguardados. En el cuchicheo de los
parientes y conocidos. Algo de lo terrible flota. ¿Qué es lo terrible si no
subirse al cuadrilátero a pelear por existir?
Tengo recuerdos de las muertes, tengo recuerdos de mis
abuelitas. Guardo pruebas de la sangre vertida en mis manos al voltear cuerpos
ya inertes para prepararlos con algodones en orificios que antes se ocupaban
para respirar, para oír.
En este departamento que habito, se fue mi mamá Vita. Ayudé
a mi madre a prepararla, a colocarle un poco maquillaje. Era suave. Era
caliente aún. Una nube. Mi primer contacto con esa muerte estuvo ahí, verdaderamente.
Arroparla para su viaje, hablarle en su carita para decirle cuánto la quería y
que me disculpara si mis torpes manos la lastimaban (sentía, sentía).
Con mi bisabuela, mamá Manuelita, me pasó algo parecido. Ahí
el líquido tibio se guardó para siempre en mis manos. En los cortes de ropa. En
la trenza que hice, en el acomodamiento de su rostro. Aún más, en descubrir que
ocultaba las trufas de chocolate que le había regalado tiempo antes y que
espero haya disfrutado.
La muerte. La muerte que ha visitado de nuevo a mi familia.
La muerte que ha tocado lo vital, así como suena. Siempre me azotan las mismas
preguntas cuando llega. ¿Por qué vienes así? Y es lógico pensar la respuesta:
porque vivimos.
Entre mis notas había escrito un sueño que tengo permanente
y que comencé a dibujar hace mucho:
Los colores eran terrosos: amarillos, cafés, sienas. Una
montaña seca, mas viva. Había una gran mesa de madera fuera de una casa, el
centro del terreno amurallado por piedras. Estaba sentada. La casa que quedaba a
unos metros era del tipo de la que dibujas de niño: una puerta de madera, un
humilde tejado. Estaba en una silla pequeña, y enfrente de la mesa, una figura
que me veía, sentada. Un aire masculino en su mirada, calvo, con ropa de una sola pieza
larga. Me veía y yo a él. No abría la boca, pero me decía de alguna manera si
quería entrar por la puerta de la casa. Veía la puerta y en su contorno había
una luz impresionantemente fuerte. Me invitaba.
Vi sus brazos y es lo más angustiante de ese sueño. Era piel
en sus hombros, pero conforme bajaba la mirada iba cambiando la materia: piel, otro
trozo de hierba seca, se veía la fibra como el mecate que compras deshilachado.
Hacia sus manos, era cartón roto, seco. Veía el polvo en sus dedos. Sabía que
era ella.
Le dije que no iba a pasar por la puerta.
Me quedé con los árboles de ese terreno, color rojizo. Me
quedé viendo el rectángulo amarillo y grabándome la metamorfosis de sus brazos.
¿Qué dejan estos momentos si no confrontar la sentencia o la
benevolencia de la vida que se viene con dejar de respirar? Nada más pienso en
la vida.
Ay muerte querida, que te atreves a anunciarte de vez en
cuando, como dando oportunidad de arreglar ciertos asuntos. Cuando nos hacen
una biopsia que al final resulta negativa y te avienta de nuevo al ruedo, para
seguir existiendo. Y cualquier cosa es pequeña, cualquier desazón absurdo pasa
a esa clasificación si una se detiene tantito a pensarlo. ¿Por qué no luchar
por mejorar nuestra calidad, por ver a tu familia bien? ¿Acaso habría otra misión
más valiosa que eso?
Todavía no entiendo la relación de la muerte con la garganta
y los ojos, con el malestar en las entrañas. Todavía, a pesar de que me
invitara, no resuelvo nada. Busco amor, busco claridad, busco no perder mucho
tiempo. Mis vicios me persiguen, pero me ayudan. No he de dejar mis
medicaciones, si no la angustia al vacío me destruye y caigo en una depresión
absoluta que sólo mi familia conoce en ciertas dosis. Escribir me hace bien.
Al final de cuentas, mañana sonreiré y seguiré tratando de
hallar equilibrio. Quizá eso no valga nada cuando te sientan a la mesa y te
pregunten si quieres pasar a la casa de madera, pequeña, luminosa. Mas pienso
en los otros, imagino lo no terminado, lo no hecho (que si no está claro qué se
quiere, sería imposible saberlo).
A veces uno sueña, y te despiertan con serenatas
involuntarias.