El primer momento que tengo claro sobre dejar un mensaje fue cuando recién comencé a escribir, ¿edad?, supongo que unos seis años. Mi mensaje lo escribí a lápiz en la pared de casa de mi mamá Vita, y decía: "Manuelita sufre mucho". No recuerdo con exactitud por qué lo indiqué, cosas de la infancia (se sigue sufriendo a pesar de la consciencia a cualquier edad). Puedo suponer que pasó mucho tiempo antes de ser leído, pues fue cuando habría de cambiar de color la pared. Aquella vez mis tíos se rieron mucho. Seguramente reí.
En casa de mamá Vita (madre de mi madre, madre segunda o primera), había una enciclopedia, esos doce tomos gigantes. Sé que la había adquirido mi madre para mis tíos, y a mi hermana y a mí nos tocó tenerla. El juego de mi tío Enrique era abrir un tomo en cualquier página y leer qué había. Me gustaba mucho ver el mapamundi, más porque el papel era diferente: suave, olía rico. Había colores, nombres extraños.
Mi mamá nos regalaba revistas que se llamaban "Cuentos clásicos", mi tío tenía de aquellas novelas inmortales en historietas, y ahí se me iba el tiempo. No escribía casi nada, pero eso sí, hacía "calaveras" en noviembre, y rimas y canciones cotidianas con melodías conocidas. Lo sigo haciendo, y sigue siendo sumamente divertido y absurdo.
Mientras estudiaba justo en la prepa, la clase de literatura me concilió con la escritura, aunque por lo general eran críticas a lecturas. Eso se reforzó en la universidad. Me encantaba rascar las letras y hacer dizque ensayos. Durante el año que me enfoqué en una carrera alternativa (lengua y literatura hispánicas), escribí porque tenía que hacerlo, y comencé a saborear las ideas. Debo decir que siempre fui un caos, me encantaban los temas de lingüística y los problemas de los griegos en literatura. Ese año fue muy especial, hasta escribí poesía con las primeras experiencias, parecidas a lo marginal, hasta esa edad. Las debía leer ante mi maestro de literatura y recuerdo más de una vez haberme puesto como ciruela, cómo me costaba, cómo me cuesta aún.
Descansé la mente en letras, y me dediqué a estudiar el color y la imagen muchos años.
Hubo un tiempo en que estuve segura que la tristeza era mi motor. Esa especie de tristeza que produce no comunicar, paradojas. Escribía ante la necesidad de no poder comunicarme, así, comunicándome nomás conmigo, me sanaba.
En general los desacuerdos hacen que me esfuerce más, aunque ahora la belleza y la felicidad me dan ánimos a hacerlo. Mientras pienso, se me escapan muchas cosas, no soy capaz de citar a la perfección, aunque lo que siento sé que pertenece a alguien que dijo algo, y lo expreso diciendo lo de siempre: "alguien que no recuerdo quién es, dijo esto...".
Los recuerdos son motores, el presente se hace escuchar, y sobre el futuro es complejo decidir. Y estos bytes que dejo aquí desaparecerán. Con ello se irá una mente sumamente dispersa, olvidadiza y caótica. Los hilos de las ideas (sintaxis, me dice mi cabeza), sólo hallan un singular espacio cuando estoy frente al teclado. Mis maestros me decían que era buena para ensayo, pero que debía ser más ordenada, pues sacaba una cosa de otra cosa y así iba perdiendo mi idea central. Todavía no lo logro, pero estos ensayos de escritura hacen que exhale figuras.
Vivo en el reino de las ideas voladoras, y las trato de cachar. A veces las apunto rápidamente, y hasta hubo una vez que tuve alumnas que escribían mis frases y después me mostraban lo que había dicho por alguna razón. Una especie de ángeles de pensamiento.
Aunque muchas veces he renegado de mi mala memoria, redescubro y sonrío. Lo que no me gusta es la impotencia de no poder decir algo. Me enfermo de la garganta. Entonces, la salud depende de la libertad de hacer, y aunque muchos podrían apostar por tal obviedad, la comunicación nunca ha sido cosa fácil.
Aprendo a fugar, a concentrar, a seguirme a mí misma. Y así se grita en doce puntos, y así se grita en setenta y dos puntos, en ultrabold, en extended.
Hoy digo
mañana grito
pasado duermo
ahora callo.
domingo, 20 de julio de 2014
viernes, 18 de julio de 2014
Adrenalina de exámenes de vida
¡Ah! Cuando una hace el recuento de los años (no daños), y piensa en lo que estudió, cosas se escapan. Eso de presentar un examen era tan emocionante, no por la carrera de la memoria, si no por el reto ante uno mismo. Aunque hice trabajos de investigación, el promedio hizo que pasara ambas carreras de manera suave. Ahora, siendo maestra, quisiera darles tantas armas como pudiera a mis alumnos, para que se repongan de cualquier cosa que pudiera desequilibrarlos.
Tengo mis alumnos asesorados. Es de las más grandes pruebas. Agradezco a cada uno la posibilidad de aprender de ellos, de sus dudas y mis dudas, de crecer. A veces no es de acuerdo a lo planeado, hay que replantearse las cosas cuando el tiempo no se estira como uno quisiera, pero el cronograma tiene una gran ayuda: administras porque administras.
Admiro a los chicos que sus veintidós años deben colocar cada cosa en su lugar, entre el servicio social, los eventos de materias, los exámenes y las tesis, para lograr titularse y salir al mundo a defender su pasión.
Hoy, leyendo borradores, corrigiendo estilo, viendo huecos por llenar, planeando exposiciones ante sinodales, pues no me queda más que hacerles saber que todo saldrá bien; no porque se me pegue la gana, si no porque es algo merecido.
Mi mamá me dijo una vez que a ella le hubiera gustado ser maestra. Finalmente lo fui yo. Hoy, en un curso, me ha quedado claro lo que sabía de alguna manera: doy clases en un mundo extraño, con seres cada vez menos habitados por ellos mismos, pero la esperanza la cultivo en cualquier día, en cualquier dendrita, con la sorpresa de la electricidad compartida. No tengo hijos, pero cada chico es alguien a quien orientar, a quien platicarle lo que uno pasa. Es como tener más de cincuenta hijos cada semestre. Habrá quienes te escuchen, habrá quienes no, ¿pero saben?, con que dos almas guarden algo de lo que digo para su vida, me hace feliz.
Yo no sé qué deje uno en este mundo, tan finitos somos, pero si hay una raíz, que sea la del conocimiento compartido. Falibles somos, ¡que hagan tantas observaciones como sean necesarias mis colegas a las tesis de mis alumnos! ¡No tengo forma de agradecer más que nos apoyen en un corpus fuerte, estable!
Estoy lista, y me pongo la camiseta de mis chicos. Gracias infinitas a la sorpresa de la vida de hacerme orientadora, que trae consigo una incalculable fatiga mental, pero que, al mismo tiempo, maximiza mi capacidad. Quiero ser lo mejor que se pueda para ellos, para mi familia y mi futura pareja... Y es que al final, nos construimos, nos hacemos, y nos compartimos. Crecemos juntos.
¡Ah, vida, que no eres mía, es de muchos!
Tengo mis alumnos asesorados. Es de las más grandes pruebas. Agradezco a cada uno la posibilidad de aprender de ellos, de sus dudas y mis dudas, de crecer. A veces no es de acuerdo a lo planeado, hay que replantearse las cosas cuando el tiempo no se estira como uno quisiera, pero el cronograma tiene una gran ayuda: administras porque administras.
Admiro a los chicos que sus veintidós años deben colocar cada cosa en su lugar, entre el servicio social, los eventos de materias, los exámenes y las tesis, para lograr titularse y salir al mundo a defender su pasión.
Hoy, leyendo borradores, corrigiendo estilo, viendo huecos por llenar, planeando exposiciones ante sinodales, pues no me queda más que hacerles saber que todo saldrá bien; no porque se me pegue la gana, si no porque es algo merecido.
Mi mamá me dijo una vez que a ella le hubiera gustado ser maestra. Finalmente lo fui yo. Hoy, en un curso, me ha quedado claro lo que sabía de alguna manera: doy clases en un mundo extraño, con seres cada vez menos habitados por ellos mismos, pero la esperanza la cultivo en cualquier día, en cualquier dendrita, con la sorpresa de la electricidad compartida. No tengo hijos, pero cada chico es alguien a quien orientar, a quien platicarle lo que uno pasa. Es como tener más de cincuenta hijos cada semestre. Habrá quienes te escuchen, habrá quienes no, ¿pero saben?, con que dos almas guarden algo de lo que digo para su vida, me hace feliz.
Yo no sé qué deje uno en este mundo, tan finitos somos, pero si hay una raíz, que sea la del conocimiento compartido. Falibles somos, ¡que hagan tantas observaciones como sean necesarias mis colegas a las tesis de mis alumnos! ¡No tengo forma de agradecer más que nos apoyen en un corpus fuerte, estable!
Estoy lista, y me pongo la camiseta de mis chicos. Gracias infinitas a la sorpresa de la vida de hacerme orientadora, que trae consigo una incalculable fatiga mental, pero que, al mismo tiempo, maximiza mi capacidad. Quiero ser lo mejor que se pueda para ellos, para mi familia y mi futura pareja... Y es que al final, nos construimos, nos hacemos, y nos compartimos. Crecemos juntos.
¡Ah, vida, que no eres mía, es de muchos!
domingo, 13 de julio de 2014
Ciclos
Cada que termina un semestre, inician los términos de proyectos, las persecuciones de tesistas, las lecturas que se ensanchan en una hoja repleta de líneas. Existe un cansancio natural que, por si fuera poco, se inflama con los achaques que la Luna afecta. Justo ahora, siento pesados los párpados, ardientes los ojos y la mente disipada.
La ventana está abierta, y lo poco de frío que rellena este pequeño espacio, ayuda a respirar vida. Lo interesante, y por más deprimente que pudiera dibujarse este instante, radica en que hay luces inesperadas. A veces tales energías vienen de la mañana, de la sonrisa de mi sobrina, de escuchar la locura familiar o de otros seres que de pronto aparecen en el guión. Veo labios conteniendo sonrisas, leo palabras maravillosas, la lejanía más cercana que pudiera imaginar. la esperanza no fácil, la hallada, la increíble posibilidad de cambio. Otro aire.
La expectativa siempre es el peso de las cosas, pero ahora no añado más que ideas ligeras y confirmo que las felicidades ya no son fugaces como las entendía antes. Puedo verlas extenderse, durar, aún en un fatigoso conjunto molecular que ahora ha decidido escribir, en praxis, sobre nada.
La música me acompañó desde la mañana, teletransportaciones al sur, tan fluido todo, tan señalado por el bien. Me he desvestido de sábanas y exhalo emociones contenidas por tiempos pasados. Y se exhala con sabor a menta, a yerbabuena. Y es que quizá sea la forma más bella de soltar con buen sabor de boca aquello que habitaba los altares. Envuelvo llaves de emociones, puertas que aprenden a abrirse con otra piel, y los ojos que ardían alcanzan a abrirse con luz, todavía.
Al final de cuentas, este cansancio lo recibo y abrazo, lo valoro, la Luna de acompañante logró tanto cambio, que los guerreros deben descansar.
No hay más lucha previsible, todo está tan equilibrado, tan fuerte, tan estable, que no me queda más que disfrutar la decadencia temporal de las pequeñas o grandes batallas, y sí, estar lista para los descubrimientos que la benevolente coincidencia me prepara (que de alguna manera vislumbro, como pequeño don de ese viejo sexto sentido).
Aquí sigo.
La ventana está abierta, y lo poco de frío que rellena este pequeño espacio, ayuda a respirar vida. Lo interesante, y por más deprimente que pudiera dibujarse este instante, radica en que hay luces inesperadas. A veces tales energías vienen de la mañana, de la sonrisa de mi sobrina, de escuchar la locura familiar o de otros seres que de pronto aparecen en el guión. Veo labios conteniendo sonrisas, leo palabras maravillosas, la lejanía más cercana que pudiera imaginar. la esperanza no fácil, la hallada, la increíble posibilidad de cambio. Otro aire.
La expectativa siempre es el peso de las cosas, pero ahora no añado más que ideas ligeras y confirmo que las felicidades ya no son fugaces como las entendía antes. Puedo verlas extenderse, durar, aún en un fatigoso conjunto molecular que ahora ha decidido escribir, en praxis, sobre nada.
La música me acompañó desde la mañana, teletransportaciones al sur, tan fluido todo, tan señalado por el bien. Me he desvestido de sábanas y exhalo emociones contenidas por tiempos pasados. Y se exhala con sabor a menta, a yerbabuena. Y es que quizá sea la forma más bella de soltar con buen sabor de boca aquello que habitaba los altares. Envuelvo llaves de emociones, puertas que aprenden a abrirse con otra piel, y los ojos que ardían alcanzan a abrirse con luz, todavía.
Al final de cuentas, este cansancio lo recibo y abrazo, lo valoro, la Luna de acompañante logró tanto cambio, que los guerreros deben descansar.
No hay más lucha previsible, todo está tan equilibrado, tan fuerte, tan estable, que no me queda más que disfrutar la decadencia temporal de las pequeñas o grandes batallas, y sí, estar lista para los descubrimientos que la benevolente coincidencia me prepara (que de alguna manera vislumbro, como pequeño don de ese viejo sexto sentido).
Aquí sigo.
jueves, 3 de julio de 2014
Manejar o conducir, cosas de las relaciones en una analogía urbana muy estúpida
Conducir y manejar es tan diferente. Camino a la universidad, a entregar exámenes, iba detrás de esas camionetas que no te dejan mirar si hay imprevistos. Es algo chocante, sobre todo en subida. A lo largo de más de una decena de años de manejar, eso de ir detrás de la incertidumbre sobre ruedas es algo terrorífico. Iba sobre la avenida Américas, y como era obvio, dio la vuelta ese vehículo cuando ni aviso dio.
Pasando Pípila, entendí algunas cosas. Venía escuchando a Lila Downs, cantando (a veces he sacado de onda a quienes me ven toda inspirada), y ese tipo de situaciones crean algo así:
Respiro, inhalo y algo se queda atorado en la garganta. Se hace una bola, una especie de hernia que alude a la estupidez de quien maneja delante de uno. Exhalo.
Ahora bien, al final se cambió de carril y agarró otra calle. Todo aclarado, continué. Comencé a pensar en las relaciones. Sé que debe ser harto cansado el hecho de hablar de lo que todos hablan en sus momentos privados, pero más bien fue tan limpio el dictado que he decidido escribirlo.
Hay ocasiones en que uno se topa con vehículos más nuevos, más antiguos (si estuviera en el DF, no circulan ya), el caso es que uno los ve de lejos y se acerca, va checando y ante la indecisión del cambio de carril te empiezan a llenar de piedritas el buche (como se dice acá). Van en medio, para no perder la posibilidad de agarrar uno u otro (entiéndase lo que se entienda). Al final, ¡chas!, agarran otro carril (bien puede ser pavimento hidráulico o aquél empedrado que le da en la torre a la estabilidad del coche).
¿Saben que hay direccionales? ¿Saben lo que significa "querer algo" o no quererlo? No señores. La cuestión es, ¿hay posibilidad de saberlo a priori? Yo diría que no, hasta que los veas manejar una lo sabe. Puedes perder el tiempo, hacer corajes imbéciles, tocar el claxon para que entiendan y nada, nada pasa. Pareciera que la tranquilidad al volante se ve suplida por la emoción del "qué será", y justamente esa política de ver "qué pasará" no me va. Ahora que he dado clases de manejo, le digo a mis primas: "visualiza mínimo unos 25 metros adelante, es un arte de adivinar el pensamiento del otro, de ver los baches para no caer", justo en esa posibilidad que denomino "conducir" está la planeación. Ya lo sé, nada puede ser totalmente visualizado, pero si se pone a trabajar la cabeza, el corazón descansa.
(Añado, hay quienes conducen tan hermoso, pero es que llevan a la familia dentro, ni para ver el espejo retrovisor). Aplíquese todo lo dicho a las relaciones amorosas.
Pasando Pípila, entendí algunas cosas. Venía escuchando a Lila Downs, cantando (a veces he sacado de onda a quienes me ven toda inspirada), y ese tipo de situaciones crean algo así:
Respiro, inhalo y algo se queda atorado en la garganta. Se hace una bola, una especie de hernia que alude a la estupidez de quien maneja delante de uno. Exhalo.
Ahora bien, al final se cambió de carril y agarró otra calle. Todo aclarado, continué. Comencé a pensar en las relaciones. Sé que debe ser harto cansado el hecho de hablar de lo que todos hablan en sus momentos privados, pero más bien fue tan limpio el dictado que he decidido escribirlo.
Hay ocasiones en que uno se topa con vehículos más nuevos, más antiguos (si estuviera en el DF, no circulan ya), el caso es que uno los ve de lejos y se acerca, va checando y ante la indecisión del cambio de carril te empiezan a llenar de piedritas el buche (como se dice acá). Van en medio, para no perder la posibilidad de agarrar uno u otro (entiéndase lo que se entienda). Al final, ¡chas!, agarran otro carril (bien puede ser pavimento hidráulico o aquél empedrado que le da en la torre a la estabilidad del coche).
¿Saben que hay direccionales? ¿Saben lo que significa "querer algo" o no quererlo? No señores. La cuestión es, ¿hay posibilidad de saberlo a priori? Yo diría que no, hasta que los veas manejar una lo sabe. Puedes perder el tiempo, hacer corajes imbéciles, tocar el claxon para que entiendan y nada, nada pasa. Pareciera que la tranquilidad al volante se ve suplida por la emoción del "qué será", y justamente esa política de ver "qué pasará" no me va. Ahora que he dado clases de manejo, le digo a mis primas: "visualiza mínimo unos 25 metros adelante, es un arte de adivinar el pensamiento del otro, de ver los baches para no caer", justo en esa posibilidad que denomino "conducir" está la planeación. Ya lo sé, nada puede ser totalmente visualizado, pero si se pone a trabajar la cabeza, el corazón descansa.
(Añado, hay quienes conducen tan hermoso, pero es que llevan a la familia dentro, ni para ver el espejo retrovisor). Aplíquese todo lo dicho a las relaciones amorosas.
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