domingo, 20 de julio de 2014

Sobreescribir

El primer momento que tengo claro sobre dejar un mensaje fue cuando recién comencé a escribir, ¿edad?, supongo que unos seis años. Mi mensaje lo escribí a lápiz en la pared de casa de mi mamá Vita, y decía: "Manuelita sufre mucho". No recuerdo con exactitud por qué lo indiqué, cosas de la infancia (se sigue sufriendo a pesar de la consciencia a cualquier edad). Puedo suponer que pasó mucho tiempo antes de ser leído, pues fue cuando habría de cambiar de color la pared. Aquella vez mis tíos se rieron mucho. Seguramente reí.

En casa de mamá Vita (madre de mi madre, madre segunda o primera), había una enciclopedia, esos doce tomos gigantes. Sé que la había adquirido mi madre para mis tíos, y a mi hermana y a mí nos tocó tenerla. El juego de mi tío Enrique era abrir un tomo en cualquier página y leer qué había. Me gustaba mucho ver el mapamundi, más porque el papel era diferente: suave, olía rico. Había colores, nombres extraños.

Mi mamá nos regalaba revistas que se llamaban "Cuentos clásicos", mi tío tenía de aquellas novelas inmortales en historietas, y ahí se me iba el tiempo. No escribía casi nada, pero eso sí, hacía "calaveras" en noviembre, y rimas y canciones cotidianas con melodías conocidas. Lo sigo haciendo, y sigue siendo sumamente divertido y absurdo.


Mientras estudiaba justo en la prepa, la clase de literatura me concilió con la escritura, aunque por lo general eran críticas a lecturas. Eso se reforzó en la universidad. Me encantaba rascar las letras y hacer dizque ensayos. Durante el año que me enfoqué en una carrera alternativa (lengua y literatura hispánicas), escribí porque tenía que hacerlo, y comencé a saborear las ideas. Debo decir que siempre fui un caos, me encantaban los temas de lingüística y los problemas de los griegos en literatura. Ese año fue muy especial, hasta escribí poesía con las primeras experiencias, parecidas a lo marginal, hasta esa edad. Las debía leer ante mi maestro de literatura y recuerdo más de una vez haberme puesto como ciruela, cómo me costaba, cómo me cuesta aún.

Descansé la mente en letras, y me dediqué a estudiar el color y la imagen muchos años.

Hubo un tiempo en que estuve segura que la tristeza era mi motor. Esa especie de tristeza que produce no comunicar, paradojas. Escribía ante la necesidad de no poder comunicarme, así, comunicándome nomás conmigo, me sanaba.

En general los desacuerdos hacen que me esfuerce más, aunque ahora la belleza y la felicidad me dan ánimos a hacerlo. Mientras pienso, se me escapan muchas cosas, no soy capaz de citar a la perfección, aunque lo que siento sé que pertenece a alguien que dijo algo, y lo expreso diciendo lo de siempre: "alguien que no recuerdo quién es, dijo esto...".

Los recuerdos son motores, el presente se hace escuchar, y sobre el futuro es complejo decidir. Y estos bytes que dejo aquí desaparecerán. Con ello se irá una mente sumamente dispersa, olvidadiza y caótica. Los hilos de las ideas (sintaxis, me dice mi cabeza), sólo hallan un singular espacio cuando estoy frente al teclado. Mis maestros me decían que era buena para ensayo, pero que debía ser más ordenada, pues sacaba una cosa de otra cosa y así iba perdiendo mi idea central. Todavía no lo logro, pero estos ensayos de escritura hacen que exhale figuras.

Vivo en el reino de las ideas voladoras, y las trato de cachar. A veces las apunto rápidamente, y hasta hubo una vez que tuve alumnas que escribían mis frases y después me mostraban lo que había dicho por alguna razón. Una especie de ángeles de pensamiento.

Aunque muchas veces he renegado de mi mala memoria, redescubro y sonrío. Lo que no me gusta es la impotencia de no poder decir algo. Me enfermo de la garganta. Entonces, la salud depende de la libertad de hacer, y aunque muchos podrían apostar por tal obviedad, la comunicación nunca ha sido cosa fácil.

Aprendo a fugar, a concentrar, a seguirme a mí misma. Y así se grita en doce puntos, y así se grita en setenta y dos puntos, en ultrabold, en extended.

Hoy digo
mañana grito
pasado duermo
ahora callo.

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